La historia de Gisèle Pellicot ha sacudido a Francia y al mundo entero. Su testimonio y la manera en que ha enfrentado el juicio contra 51 hombres que participaron en su agresión sexual repetida, bajo la manipulación de su propio esposo, ha revelado la oscura realidad de la violencia de género. Pero más allá de los detalles espantosos, lo que ha capturado la atención pública es la dignidad con la que esta mujer de 72 años ha afrontado el proceso, enfrentando no solo a sus agresores, sino también a una sociedad que muchas veces intenta culpabilizar a las víctimas.
La complicidad de la normalidad
Este caso, que comenzó a salir a la luz en 2024, revela la complicidad de una «normalidad» escalofriante: bomberos, policías, enfermeros, y periodistas —hombres normales— que participaron en actos monstruosos sin remordimiento, escondidos tras la fachada de la respetabilidad social. Es esta misma normalidad lo que hace que el caso sea tan impactante: los perpetradores no eran demonios o psicópatas, sino personas comunes que conviven a diario con sus comunidades, recordándonos que el machismo y la violencia contra las mujeres no siempre tienen rostros obvios.
¿Qué otras cosas os parecen reseñables de este caso? Sin duda ha sido clave la actitud de #GiselePelicot 👑 1/8 pic.twitter.com/9c4SwJHkVc
— Moderna de Pueblo (@ModernaDePueblo) September 19, 2024
Lo que también es notable es cómo Gisèle ha sido retratada durante este juicio. No solo ha tenido que revivir las horribles agresiones que sufrió entre 2011 y 2020, sino que se ha encontrado con la percepción de que, de alguna manera, ella podría haber sido la culpable. “Me sacrificaron en el altar del vicio”, fueron sus palabras desgarradoras, reflejando una lucha no solo contra sus violadores, sino también contra una sociedad que a menudo minimiza o ignora el sufrimiento de las mujeres.
El silencio ya no es una opción
La valentía de Gisèle no solo radica en enfrentarse a sus agresores, sino en su decisión de dar la cara públicamente. En un sistema judicial que suele retraumatizar a las víctimas, su decisión de testificar públicamente fue vista por muchos como un acto de resistencia, una postura frente a la cultura de impunidad que permite que la violencia de género siga ocurriendo. Su mensaje ha sido claro: el silencio ya no es una opción. Lo hace, dice ella, no solo por ella misma, sino por las innumerables mujeres que sufren agresiones similares y no tienen la oportunidad de alzar la voz.
Sin embargo, esta historia también destapa una verdad inquietante: la normalización de la violencia contra las mujeres en nuestras sociedades. Muchos de los hombres que participaron en los abusos a Gisèle no se veían a sí mismos como criminales, y la sociedad, en muchos casos, parece haberles dado el beneficio de la duda. Esta percepción de normalidad en torno a la violencia sexual es, en gran medida, lo que Gisèle y muchas otras activistas están tratando de cambiar.
Es una guerra cultural
En un contexto tan doloroso, es fácil dejarse llevar por la indignación y el horror. Pero también es importante resaltar la dignidad y el coraje con los que Gisèle ha decidido confrontar a sus atacantes. En un mundo donde a menudo se revictimiza a las mujeres, su voz se alza como un recordatorio de que la lucha por la justicia y la igualdad no es solo una batalla legal, sino también una guerra cultural. Gisèle no ha permitido que la definan como una víctima; se ha convertido en un símbolo de resistencia y dignidad.
Este juicio no solo expone a los responsables individuales, sino también a una estructura social que sigue permitiendo que estas atrocidades ocurran. La pregunta que nos deja es clara: ¿Cuántos «hombres normales» más están actuando con impunidad bajo el manto de la respetabilidad? Gisèle ha hecho su parte, enfrentándose al monstruo que muchos no ven, pero es responsabilidad de todos que su valentía no sea en vano.
Fuentes:
Foto: Ledauphine